Al final de cada reminiscencia, el reportero se descubre sonriendo porque toda esa gente le fue cambiando su concepción de la vida, obtención de libertad y sorber de su ética solidaria y de servicio a otros sin esperar recompensas.
Evoca que, a los 28 años (1978), ingresó al Partido (así, en singular y con mayúscula las y los comunistas se referían al PCM). A esa edad ya estaba bastante corridito como para saber que se unía voluntariamente para cooperar que México fuese más justo con la mayoría de su gente.
No recuerda si le dieron Carnet en la Célula de periodistas Froylán C Manjarrez, donde lo adscribieron desde el Comité Central, pero si se congratula por haber conocido en ella a Jorge Meléndez Preciado, Antonio Caram, Humberto Musacchio, Fausto Idueta, Teresa Gil, Agustín Granados Granados y otros que fueron la bujía de la Unión de Periodistas Democráticos (UPD). Visto en lontananza tal célula y la UPD le significaron un formidable salto de calidad identitaria que rompió con los ciclos de El Zurdo, El Ronco y El Rojo.
Ubica que mucho antes de 1978 conoció a otras personas que identifica como comunistas, aunque no estuvieran afiliados al Partido.
El profe de la vecindad
A los 12 años El Zurdo era visitante asiduo a una vivienda de vecindad en la colonia Romero Rubio. Allí vivían el profe Ortiz, sus dos gatos y un enorme muro de diarios Excélsior; llegaba a que le explicara noticias políticas, de sus militancias con Lombardo en el PP; le refunfuñaba, pero en el fondo le daba gusto que casi le ordenara “estudiar mucho para poder cambiar el mundo con inteligencia y no a chingadazos”. Ambos repetían que, así como estaba México era para encabronarse.
Es que en casi toda su infancia El Zurdo había acumulado irritación por ser parte de familia migrante por pobreza extrema, por crecer como el nieto mayor y testigo impotente de los padeceres de las seis mujeres de la casa de la abuela Toña. Ellas carecían de posibilidades de estudiar, tenían empleos de ingresos magros, violentadas por sus machos y tres abandonadas una y otra vez. Con su madre, la Güina, desde los 6 años tuvo que buscar formas para allegarle dinero vendiendo paletas de hielo, chicles, boleando zapatos, de “media cuchara” en la albañilería, de voceador…
También expresaba contrariedad porque hizo la primaria en tres escuelas, expulsado por responder con violencia a las burlas de “mugrosito y zurdo”; igual le quebrantó que al buscar consuelo en la iglesia católica tuviera que “madrear” al sacerdote que golpeaba feligreses. A los 12 años El Zurdo ya era un resentido social. Quizá por eso buscaba al Profe.
Escapó de las pandillas
En la adolescencia, su apodo cambió a El Ronco y se hizo más discordante: se le acumularon hermanos de tres padres fugados; trabajar le impidió hacer la secundaria; hasta los 23 años fue obrero en fábricas de dulces, de candiles, de ropa interior de mujer, de camisas; se arrimó a jóvenes mayores agrupados casi todos en pandillas del Barrio Chino, los Chicos Malos de la Romero Rubio, Los Italos de la Primero de mayo en las que sus líderes más desalmados hacían pagar tributo a los novatos, algunos eran elegidos para robar, transeúntes, casas, comercios, vehículos y a los que se resistían tenían que aventarse tiros-derechos (“solo patín y trompón”) para demostrar que eran “machitos”. De esos “trompos” tuvo que echarse más de cincuenta y otros tantos, no tan “derechos”, en las escaramuzas colectivas; él ganó ninguno y sí perdió la ubicación original de orejas, labios, nariz, de algunos huesos, y más de la mitad de la dentadura. Ganó algo de tolerancia, “por entrón”. Pero, el Ronco no quería esa identidad. Y entre los 22 años y 24 años topó con dos mujeres que supuso eran comunistas.
Toñita la mesera y Electra la costurera
Toñita, era mediana, morena, esbelta y guapetona, le servía café las tardes-noches en esa cafetería cercana al Metro Moctezuma dónde acudía a leer después de salir de la fábrica de Candiles Lacamex y hacer las tareas de la Escuela Mexicana de Electricidad. Ella se declaró sorprendida porque el Ronco leyera también Excélsior y amistosa le regaló dos libros, “que a mí me han ayudado mucho”: Arañas y Moscas, un panfleto que en 20 páginas ilustraba cómo organizar obreros para que “dieran la lucha de clases” y la Biografía del Manifiesto del Partido Comunista, un librotote de 400 páginas o más con la recopilación histórica de las fuentes de Carlos Marx y Federico Engels para redactar el famoso manifiesto. Luego, por el influjo de Toñita, de las lecturas y sin asesoría alguna, el Ronco quiso organizar un sindicato en la fábrica, pero lo cacharon. Se volvió costurero y cortador de ropa.
Por esos meses supo de Electra, treintona, chaparrita, esbelta, con lentes y cara de muchas lecturas, era jefa de costureras. Se habían conocido en la glorieta de insurgentes entre los grupos medio hipis que compartían “contracultura”. Ambos intercambiaban lecturas e interpretaciones de Avándaro en 1971, repudiaban la “cerrazón gubernamental”, las matanzas del 68, del 10 de junio, justificaban las guerrillas de Nuevo León, Chihuahua, del DF y por supuesto de Guerrero. Electra le invitó a un “campamento de reflexión” en talleres de marxismo, para “la organización proletaria” de “cómo hacer recuperaciones para la causa”; cuando le invitaron a una “comisión clandestina riesgosa” el Ronco dijo: “Yo me abro, tengo que seguir trabajando para mi familia.”
Dos comunistas de la Ibero
Con el diploma de “experto electricista” en 1972, el Ronco creyó erróneamente que equivalía a Secundaria; si le aceptaron en la Preparatoria Popular Mártires de Tlatelolco (la PP); allí le apodaron El Rojo. Los profesores impartían clases gratuitamente, varios militaban en todas los istas de entonces (trotskistas, maoístas, comunistas, socialistas, Hebertistas, talamantistas) y reclutaban alumnos. Al Ronco le gustó estar en un ambiente de “aprendizaje realista y politización”, asimiló mucho de Edmundo Jardón, excelso profesor de literatura y veterano comunista; la personalidad de dos profesores lo atrajeron: José Luis Hernández y Pedro Etienne Llano, jóvenes sociólogos, con lenguaje no panfletario y con tonito verbal de la Ibero. Ellos habían participado en el movimiento del 68, luego en el CNAC, con Heberto Castillo, pero “como no era aceptable su caudillismo” se fueron con Rafael Aguilar Talamantes a fundar el Partido Socialista de los Trabajadores. Ellos, cooptaron fácil a El Rojo que seguía de obrero, pero un grupo emigró por el “caudillismo” de Rafael Aguilar Talamantes.
Coaligado y al PCM
El Rojo fue parte del grupito que se llevó sus ligas con campesinos, maestros normalistas, académicos, obreras de la capital y estudiantes: el Movimiento de Organización Socialista (MOS) que “caudillistamente” representaba el profesor Roberto Jaramillo. El Rojo seguía de obrero al terminar la Prepa popular y en el MOS aprendió de Maruca y Juvenal González, de Elena y Armando Tova, Orlando Ortiz y Carmen, de Cristina y Miguel, de José Nassar, Arturo Salcido. Era un crisol fraterno y rebosante del izquierdismo desatado como reacción a los gobiernos autoritarios. El Rojo se sentía tonificado.
En 1976, cuando el Comité Central del PCM decidió que Valentín Campa Salazar fuera su candidato a la presidencia de la República sin registro, logró integrar la Coalición de Izquierda, con el pequeño crisol del MOS y los trotskistas de la Liga Socialista. El Rojo fue brigadista en varias entidades.
Después siguieron coaliciones del PCM con grupos de esa izquierda abigarrada hasta que el Rojo ingresó al PCM en 1978, luego se integró a la célula Froylan C. Manjarrez y al equipo de reporteros-redactores del semanario Oposición, como “profesional del partido”. En 1979 se decidió que fuera como reportero a la Guerra de Nicaragua con credenciales de Oposición, Prensa Latina, Interviú y unomásuno. Cumplió y a partir de allí se definió como el reportero.
El reportero
A la disolución del PCM, el reportero ya no ingresó al PSUM ni al PMS ni a otro. En 1981 pudo ser contratado como reportero de Excélsior y como tal hizo la cobertura completa de la campaña de Arnoldo Martínez Verdugo.
Ya sin partido, en 1985 lo aceptó como esposo una pedagoga y profesora comunista, muy independiente, guapísima, rebosante de principios familiares y de esa ética de solidaridad permanente para quien la necesite. Es la comunista que más le marcó e incluso lo sigue reeducando para la convivencia.
El reportero lleva 31 años moldeando su identidad de vida como periodista profesional y todavía no termina de hacerlo porque apuesta a que el periodismo cumpla su misión social de informar veraz y sinceramente. Ha sido director de la Revista Mexicana del Consumidor, director de noticias del Grupo ACIR; jefe de información en Canal 40, en la DGI de la UNAM y del noticiero En Blanco y Negro de MVS con Carmen Aristegui y Javier Solórzano.
Fue investigador de Asuntos Especiales en El Universal, de MILENIO Diario, gerente de Contenidos de Capital Media como segundo del Director Editorial, Raymundo Riva Palacio, hasta febrero de 2019.
Por toda esta vida, el reportero siente que les debe reciprocidad a los comunistas de antes, a los que conoció dentro y fuera del partido, porque les aprendió esa otra forma de mirar el mundo, porque los sobrevivientes son ejemplos vivos de tesonería, de espíritu de cuerpo y de sacrificio, de esa mística –hoy casi extinta– de pensar a los demás y servirles. Les admira y agradece.
Cerca del centenario de la fundación del PCM le llueven invitaciones para regenerar un partido de izquierda comunista o socialista. Y ahí le aguijonea su dilema. Le gustaría poner sus capacidades a esa causa, pero se opone su identidad profesional. Desde hace 31 años supo que la mayoría de la gente también necesita del periodismo profesional y que, como a todos los periodistas éticos, le corresponde ejercer y defender esa libertad de prensa que ayudaron a conquistar.
La sociedad necesita esos periodistas que también fueron factor para la insurrección cívica y pacífica que dio el triunfo electoral de López Obrador.