“Lucho por una educación que nos enseñe a pensar y no por una educación que nos enseñe a obedecer”. Paulo Freire
¿La escuela es una institución que educa o enferma? ¿Los profesores son personas que guían o imponen sus falsas ideas? ¿Los alumnos y alumnas son personas que confrontan el poder y la violencia en el aula, o se someten a esas prácticas?
Estas preguntas me surgen, luego de conocer un poco la práctica educativa, de reflexionar sobre ella y de creer fervientemente, que a pesar de que la escuela tiene fines ideológicos y de control social, es un espacio donde también se puede ejercer la libertad de pensamiento y de cátedra. Un profesor universitario que recuerdo con cariño nos dijo un día en clase: “Cuando una persona tiene la oportunidad de estudiar, de asistir a un aula, al salir de ella no vuelve a ser la misma”. Nos explicó la importancia de estudiar para poder ampliar nuestra visión del mundo, ejercitar nuestro pensamiento y sensibilizar nuestra alma. Lo recuerdo porque fue una gran enseñanza y me inspiró a seguir el camino de la educación.
Después me di cuenta de que él tenía razón, o por lo menos, he creído que así sucede. Sin embargo, hay otra variable para que se logre: la responsabilidad que el alumno y el profesor tienen en ese encuentro intersubjetivo. Hoy me quiero centrar en la práctica misma de la educación en el aula, dejando como base, la idea de que la estructura educativa formal tiene un objetivo específico que demanda acciones a sus empleados, que muchas veces se convierten en imposiciones ideológicas, pero también, cada uno tiene el poder de decidir éticamente la manera de actuar en el salón de clases.
Me enteré hace poco de una práctica constante de un profesor del Instituto Politécnico Nacional, que me indignó profundamente y me ha hecho reflexionar. Su clase está llena de prejuicios y violencia cultural. La exposición de sus temas “sociales”, pasa por frases misóginas y homofóbicas como: “Los gays no pueden estar estudiando medicina, porque seguramente al ver sangre se desmayarían”, “Las mamás que llevan a sus hijos al mercado y les piden escoger la verdura, los convierten en homosexuales”, “Si son gays no lo digan, manténgalo oculto, es mejor que la gente rumore, para que no los agredan” “Ustedes, mujeres, que están estudiando en esta escuela, háganlo como hobbie, porque al final sus maridos las van a mantener y ustedes estarán en casa, limpiando”, “Es mejor que las mujeres se queden en casa cuidando a los hijos, ¿para qué trabajan?”, “Las mujeres han tomado la iniciativa de decirle a los hombre lo que sienten y eso no debe ser así, tiene que ser al contrario”.
Al escuchar esto, mi mente revoloteó, tratando de entender el porqué de estas formas viles de violencia verbal, que sólo dejan entrever la cerrazón del profesor –hombre, claro-, sus prejuicios moralistas y sus ideas retrógradas. Y bueno, ustedes dirán que él es libre de pensar como quiera, y es así, lo confirmo. Sin embargo, además de ser un ser humano, él cumple con el rol social de ser un profesor en una de las Universidades más reconocidas en México y con una trayectoria de 84 años formando profesionistas. Por tanto, tiene una responsabilidad social en ese espacio.
“Hay dos compañeros que son homosexuales, a ellos son a los que siempre les pregunta, y no se pueden expresar libremente, porque el día que dijo que los homosexuales no deben decirlo abiertamente, les preguntó su opinión. Ellos dijeron que estaba bien, tal vez para no tener problemas o por miedo a que los repruebe o que los exponga enfrente de toda la clase, porque el maestro sí expone muy drásticamente a los que tienen preferencias sexuales diversas”, explicó una de sus alumnas.
El gran educador, Paulo Freire, ha puesto sobre la mesa la necesidad de una educación liberadora y dialógica, no impositiva y violenta. Escribió: “Cuanto más pienso en la práctica educativa y reconozco la responsabilidad que ella nos exige, más me convenzo de nuestro deber de luchar para que ella sea realmente respetada. Si no somos tratados con dignidad y decencia por la administración privada o pública de la educación, es difícil que se concrete el respeto que como maestros debemos a los educandos.” Y aquí me detengo y lo repito: Es necesario exigir respeto en la práctica educativa y a los educandos. Tal vez esto se pueda ver como imposible por las condiciones institucionales, pero es un camino a seguir que los sujetos mismos deciden en su práctica educativa. En esa libertad de cátedra cada profesor puede elegir violentar o respetar. Es una condición ética, reflexionar como profesores, acerca de nuestra práctica educativa todos los días.
En México, sólo el 17 por ciento de las personas entre 25 y 64 años, logran tener estudios universitarios. De estos, sólo el uno por ciento de los mexicanos tiene una maestría y el uno por ciento tiene un doctorado. Esto coloca a México en los últimos lugares entre los países de la OCDE, de acuerdo a información del medio de investigación periodística Animal Político, en septiembre de 2017. Estas cifras de acceso a un posgrado son muy bajas a comparación de países como Israel (50 por ciento), Australia (44 por ciento), Noruega (43 por ciento) e Italia (18 por ciento). Si a estos números le sumamos las prácticas educativas como las que trato de expresar en estas líneas, sin duda, nos queda mucho por hacer.
Entonces, me surgen más preguntas: ¿La violencia es una práctica recurrente en el Poli? ¿Esos discursos violentos se escuchan en el resto de las Universidades de México? ¿Cuál es la repercusión social y disciplinar, de estar educando con violencia? ¿Dónde ha quedado la ética y la responsabilidad social de los educadores que se expresan de esa manera, y peor aún, que ejercen su poder, para someter a los alumnos de muchas otras formas?
Y claro, también me pregunto: ¿Los alumnos y alumnas que se incomodan por esas expresiones, por qué no lo externan? ¿Por qué ellos y ellas no exigen respeto en un aula que es suya y que la sociedad les brinda? ¿Por qué no se busca denunciar estos abusos de poder por parte de quien debe guiar en respeto a sus alumnos y alumnas? Hay formas de hacerlo y es su responsabilidad, para no seguir reproduciendo prácticas violentas en quienes tomarán entre sus manos, las instituciones y los servicios del país.
Así como acabamos con las orejas de burro, con los castigos en la esquina y con los golpes en la cabeza de la educación tradicional, podemos luchar contra otros tipos de violencia en el aula. ¡Basta ya!