El desarrollo desarrolla la desigualdad
Eduardo Galeano
Lino es un empleado de almacén que lleva 39 años trabajando en la misma empresa. Está a cinco días de jubilarse y debe preparar a un joven llamado Nin para quedarse en su puesto de encargado. Lino tiene una rutina y ciertas funciones que ha seguido puntualmente durante todo este tiempo, nada le ha salido mal. El almacén es para guardar mástiles de barco, pero durante esos 39 años, nunca ha recibido uno. Lino tiene un salario fijo de tres mil 800 pesos mensuales y estar sentado todo el día esperando a que algún camión llegue, se ha convertido en su vida. Después de los cinco días de preparación, Nin se queda de encargado porque es el único trabajo que ha podido encontrar con sueldo fijo, así que no es la mejor opción pero es una. Lino comenzará su jubilación el viernes, aunque en realidad quiere regresar al almacén, así que le pide al nuevo encargado que le permita ir el lunes aunque sea un rato para ayudar en lo que se necesite. El almacén está desolado, parece que nada sucede, pero en realidad pasan muchas cosas.
Esta es mi propia sinopsis de la película “Almacenados” de Jack Zagha, que retrata de una manera dura y realista la precarización laboral en México y las condiciones de vida de los trabajadores más vulnerables del sistema económico: los más jóvenes y los más viejos. Lino y Nin representan dos generaciones distintas, que buscan sobrevivir en un sistema en el que la mayor parte del tiempo son invisibles. Lino, durante esos 39 años, fue invisible.
¿Qué hacen los viejos después de jubilarse, muchos de los cuales presentan enfermedades y soledades varias? ¿Qué hace un jubilado con una jubilación de cuatro mil 200 pesos mensuales en un mundo caro? ¿Qué hace un joven que busca experiencia y tiene deseos de superar sus propios límites, en un campo laboral que le ofrece condiciones de esclavitud y además lo prepara sólo para obedecer? ¿Qué hace un joven con tanta energía, en un lugar donde se la absorben en vez de canalizarla?
No hay duda de que en la actualidad, las condiciones de vida laboral en México son adversas para muchos y muchas. Sin seguridad social, sin prestaciones ni reconocimientos, sin espacios seguros, sin estabilidad laboral, pero sobre todo, sin un salario digno para vivir. Sólo quien no haya experimentado o visto de cerca una situación similar, podría estar en contra de esta afirmación.
En México, hay más de 30 millones de personas trabajando de manera informal, según la encuesta Nacional de Ocupación y Empleo. Las trabajadoras del hogar suman 2.3 millones de personas, de las cuales, el 90% son mujeres, según INEGI. Por su parte, la OCDE dice que los mexicanos son los que más horas trabajan, pero tienen “pobres resultados en calidad de ingresos, un dato relacionado con la escasa productividad y los elevadísimos niveles de desigualdad de ingresos”. Además, esta organización afirma que las mujeres enfrentan serias dificultades en el mercado laboral y se encuentran en clara desventaja con respecto a los varones, tan sólo en 2015, la brecha salarial de género fue de 54.5%.
Ahora, con la contingencia del Covid 19, el tema de la brecha salarial y las condiciones de vida de los trabajadores y trabajadoras, se ha puesto en la mesa de visibilización y discusión, pues mientras unos critican a otros por no quedarse en casa y comprar sus insumos correspondientes que les permitan no salir durante semanas, otros escuchan las críticas y responden con trabajo, no es que no les importe su salud y su vida, sino que esa vida se acaba también si es que no salen a reproducirla, no tienen con qué hacer compras de pánico, y menos, con que comer si dejan de trabajar un par de semanas. No hay seguridad laboral que permita dejar de trabajar dos semanas sin morir de hambre, es una realidad.
“La cuarentena es un privilegio de clase” se lee en muchos mensajes en redes sociales. Así lo creo, aunque esperaría que no fuera de esa manera. Desearía que en la fase 1 o fase 2 de la pandemia todos pudiéramos estar en casa y tomar fotos de calles solitarias como las que se toman en Italia y España, pero no, sólo algunos lo podemos estar, y no es porque nuestros empleos sean más importantes o mejor pagados, sino simplemente nos tocó estar en un lugar privilegiado esta vez, y digo “privilegiado” pues cuando los derechos que alguien tiene no los tienen los demás, se convierten en un privilegio.
Todas y todos trabajamos duro, no hay empleos más importantes, todos y todas tenemos una jornada de trabajo y cumplimos un rol en la sociedad, los y las profesionistas no somos más importantes tampoco, sin embargo, los empleos sí tienen jerarquías económicas y sociales, a pesar de que unos pueden ser más matados que otros. Quienes ganan menos no son más flojos, pues sus jornadas son similares, incluso, mayores que las de quienes ganan más. Estamos sumidos en un sistema capitalista que precariza la vida, eso nos recordó la pandemia.
Hace 18 años, cuando comencé mi vida laboral, las condiciones de empleo no eran muy distintas a las que escucho y me enfrento ahora. La empresa de producción y empaque de vasos de veladoras donde me empleé, era un almacén como el que se presenta en la película “Almacenados”. Se dividía en tres partes: él área de máquinas, manejadas por las mujeres con más tiempo en la fábrica y quienes recibían los vasos de veladora bien calientes (algunas con guantes y otras nos); el área de empaque, en la cual nos encontrábamos las y los más jóvenes y menos experimentados; y los ayudantes generales (hombre jóvenes con condición física y psicológica, para cargar y obedecer, andaban por todos lados).
Recuerdo muchas cosas de aquél primer trabajo que me enseñó lo que mucha gente vive día con día y que para mí, afortunadamente, sólo fue una temporada. Recuerdo que me pagaban 500 pesos semanales, por una jornada de seis días, de 8 de la mañana a 5 de la tarde (con una hora de comida). Pagaba cuatro pasajes al día, lo que sumaba 140 pesos semanales, además de la comida que tenía que comprar para llevarme al trabajo. Ya podrán intuir lo demás. Recuerdo que estaba prohibido sentarse, de hecho sólo había un banco en nuestra área, que cuando nos cansábamos íbamos rolando a lo largo de la mesa, para que a cada uno nos tocara por lo menos unos minutos. Era un banco que administraba nuestro cansancio. ¿Por qué no podemos sentarnos un rato, si estar parados todo el día es demasiado cansado y el trabajo de empacar lo podemos hacer sentados?, me preguntaba a mis escasos 16 años. Me parecía algo absurdo, pues cada tarde llegaba a casa, cansadísima y con dolor de cadera.
En fin, cada sábado, nos formábamos para recibir nuestro pago, un sobre amarillo pequeño con nuestro nombre. Desde la primera vez se me hizo algo extraño ver mi nombre en ese sobre, me sentí como encerrada en él. Ahora, cuando veo en esa zona industrial a tanta gente salir de las fábricas, no puedo dejar de pensar en qué condiciones trabajan. Quisiera imaginar que por lo menos los dejan sentarse unos minutos sin sentir miedo de que puedan recibir un regaño.
Nuestras condiciones laborales son diversas, algunas peores que otras, aunque parece que las cifras y la realidad indican que las peores son más. Por cierto, siempre escucho a mis alumnas y alumnos jóvenes quejarse del mal trato en el trabajo, yo lo viví. Los adultos cuestionan que los jóvenes no se adapten a esas condiciones. Lino estuvo parado durante 11 años, hasta que llegó a ser encargado y pudo sentarse en la única silla que había en el almacén. Nin, usando la lógica, al segundo día llevó su silla para sentarse. Lino se sorprendió de esa acción y dijo: “Nunca se me hubiera ocurrido hacer eso”. ¿Rebeldía o dignidad?