Los estadios de fútbol son impresionantes lugares de culto, tan grandiosos como las catedrales, donde los aficionados van a encontrarse con sus ídolos futbolísticos a los que les rezan como si fueran santos.
No se usan hábitos ni mantos ni sotanas, la indumentaria consta de una playera oficial del equipo y, en vez de una cruz colgada al cuello, tienen escudos bordados sobre el corazón para besar y mirar el cielo.
Los clubes de fútbol son como congregaciones religiosas y sus fieles hinchas no abandonan el equipo aunque obtenga diez subcampeonatos. Algunos van más allá y convierten a un jugador en D10S (ad literam) como en el polémico caso de la Iglesia Maradoniana en Argentina.
El aficionado podría perderse la misa del domingo, pero la cita futbolística del fin de semana es intocable. Esa ritualidad, combinada con la fe de campeonato cada temporada y la simbología de colores, escudos, banderas, mascotas, caras pintadas, cánticos y gritos, ha llevado a los estudiosos a considerar el fútbol como una religión laica.
Sin embargo, he aquí el más impresionante fenómeno futbolístico –en palabras de Eduardo Galeano–: “En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de futbol”. Puede ser vendido e irse de la ciudad, o transcurrir años de fracasos y hasta el descenso a una división inferior, pero ser veleta representa uno de los actos deshonrosos más graves en la vida de un hombre.
Y la irracionalidad de este acto de lealtad interminable es un cóctel de identidad, sentido de pertenencia y autoestima que en algún momento el futbol aprendió de las religiones. Aunque tal pareciera que ahora son los líderes de las Iglesias los que terminarán haciendo visitas de trabajo a los estadios… al menos para hacer sus ceremonias un poco más interesantes.
Las personas necesitan creer en algo y el fútbol les permite soñar con una gloria ficticia. Ven a los jugadores como héroes, que hacen realidad sus sueños y les brindan gestas. Piensan que sus cánticos dan alas a sus ídolos para lograr una hazaña memorable por la que serán recordados. Ahí entran en juego los sentimientos.