El dolor y miedo de una mujer

Fotos de América Muñoz Herrera

He sentido miedo al caminar en la noche. Ya no salgo después de oscurecer. He sentido miedo de enamorarme de un hombre que pueda tratarme como un objeto. Lo he evitado también. He sentido dolor al ver a las mujeres a mi alrededor, someter su integridad y dignidad ante su pareja sentimental. Las he escuchado atenta. He sentido dolor de las mujeres que me cuentan que han sido golpeadas por sus esposos. Les he mostrado mi comprensión y apoyo. He sentido indignación por todos los casos que leo en el periódico y que sé que no son fantasías ni historias de novela.

Hace unos días, decidí realizar una visita a la zona arqueológica de Izapa y a Tuxtla Chico, un poblado cercano a Tapachula, el municipio en el que estoy viviendo por un tiempo corto. Salí de casa, tomé el transporte y llegué al lugar. Primero visité el pueblo, di una caminata, tomé un café frío y comí una rebanada de flan con cajeta. En la cafetería, Karen, la chica que me atendió, de 20 años, me contó sobre el feminicidio que había ocurrido un día antes en Cacahoatán, muy cerca de ahí, en el que Jarid, una niña de 6 años, fue violada, torturada y vilmente asesinada. “Lo peor es que era una niña”, dijo. El silencio invadió el momento. Entonces vinieron a mi cabeza muchas de esas historias que he leído en el periódico y me han contado de cerca. Todas de asesinatos a mujeres.

Después, Karen me platicó que a su corta edad es madre de dos hijos, al primero lo tuvo a los 14 años. Su esposo se fue para Estados Unidos y allá se quedó. Karen le preguntó que si le ayudaría económicamente con sus hijos y él contestó con un rotundo “No”. Desde entonces desapareció de sus vidas. A Karen se le cristalizaron los ojos mientras me contaba, pero me dijo que decidió sacar a sus hijos adelante y por eso trabaja, aunque también le gustaría continuar sus estudios, pues sólo concluyó la primaria. Sus padres no la apoyaron para seguir estudiando. La animé a que lo hiciera. Ella sonrió.

Salí de ahí y me dirigí a la zona arqueológica de Izapa. Estaba desierta, tal vez por la hora, pues el calor es terrible. Comencé a dar un recorrido por el centro ceremonial, fundado alrededor de 1500 a.C. y tomé un par de fotos para el recuerdo. En una de las estelas de piedra encontré a un par de hombres, que estaban platicado sobre el peso y el crecimiento de las piedras. Me miraron y me incluyeron en la conversación, a lo que hice un par de comentarios y continué viendo las estelas. Mientras conversábamos fugazmente, ellos me preguntaron si iba sola. Respondí que sí, pues era la verdad. Nadie más me acompañaba, como a muchos otros lugares a los que asisto en solitario. Entonces me preguntaron: ¿Y no te da miedo? Volteé a ver alrededor y dije “No, es un lugar muy tranquilo”. Me miraron. Justo en ese momento, pasaron mil cosas por mi cabeza. Debo decir que sentí miedo. Después de unos segundos de quedarme en silencio, me despedí y seguí mi camino.

Al salir, los encargados me indicaron que había otras dos secciones de la zona arqueológica más abajo y que para no pagar transporte me podía ir caminando, pues eran sólo 200 metros y después unos 700 metros hacia adentro del camino arbolado. Así que decidí ir. Mientras caminaba por la carretera que va a Tapachula, pensé e imaginé muchas cosas, pero decidí parar mi mente y mi imaginación y continuar hacia mi objetivo.

Cuando caminaba hacia la sección A y B de la zona arqueológica, deseé que esos hombres no fueran al mismo lugar y que ojalá no me siguieran. Sentí miedo y pensé en el miedo terrible que una mujer siente cuando es secuestrada, violada y torturada. Entonces sentí dolor por ellas, por quienes no han podido vivir para contar su angustia, su sufrimiento, su temor. Imaginé los lugares en lo que ellas han estado secuestradas, golpeadas. En sus hogares, en habitaciones de hotel, en casas ajenas, en callejones oscuros, en espacios abiertos, en sus lugares de trabajo, en sus escuelas, en lugares que creían suyos.
¿Cuánto dolor han podido sentir y nadie ha sido capaz de narrarlo? ¿Cuánto dolor corporal y en el alma han podido aguantar antes de desfallecer? ¿Cuándo dolor y por cuánto tiempo? ¿Cuánta humillación y ultraje han sufrido y que no somos capaces ni de imaginar? ¿Cuántas formas de tortura pudieron sufrir? ¿Cuánta vileza de esos hombres pudieron conocer? ¿Cuántos lugares pudieron ser su infierno?

Eso pensé mientras caminaba y me lastimó pensar y sentir todo ello en mi conciencia. Así que realmente deseé que ni en ese momento ni nunca más, alguien sufriera algo similar. Fue fuerte pues me encontraba sola después de estos dos acontecimientos que les he contado.

Ser mujer sí nos hace más vulnerables, por la violencia que los hombres han ejecutado históricamente hacia nuestros cuerpos y emociones. Quien no quiera verlo o aceptarlo, es porque no lee, porque no mira documentales, porque no escucha los casos de las vecinas y de las amigas. Quien no quiere ver o aceptar que esto es una realidad, reflexionar sobre ella y actuar en consecuencia, es porque ha perdido su capacidad de indignación, empatía y humanidad. ¡No hay más!

Esta experiencia que cuento me ha impresionado porque creí estar lejos de uno de los estados donde más feminicidios hay en México y me topé con un lugar en el que tan sólo el viernes 10 de enero de 2020, dos niñas fueron asesinadas y donde la violencia de género es el pan de cada día -como el caso de Karen-. Me impresionó porque soy mujer y he sido vulnerada, por eso sentí miedo.

Así que ahora más que nunca creo en que hay que luchar por conseguir una vida más digna, con menos miedo y con más respeto hacia nuestros cuerpos, nuestras emociones y necesidades. Ahora más que nunca sé que quien busque la justicia y la no sumisión de las mujeres, merece todo mi reconocimiento y admiración, pues es un acto político histórico, que merece la pena voltear a ver. Sé que muchos dirán “Exagera”, “Debe cuidarse más”, “No debe salir sola”. Entiendo que se haga por precaución, en estos momentos, todas tenemos precaución. Lo que no sería capaz de entender es por qué los comentarios no pueden ser en otro sentido, hacia el que violenta, hacia el que nos hace víctimas. No me queda duda que cualquier forma de exigir justicia no podría sanar todo ese dolor, impotencia y miedo que ellas y sus familias han sentido, pero esas exigencias seguirán con más fuerza cada día, hasta que logremos vidas más dignas y justas para todas nosotras.

#¡Ni una más!

Dulce Reyes

Licenciada en Comunicación y Maestra en Estudios para la Paz y el Desarrollo, ambas por la Universidad Autónoma del Estado de México. Es periodista y se ha desempeñado también en la academia como investigadora de temas sociales.

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